Aquella tarde, en la firma de libros de la aclamada escritora Paz Curiel, el dardo de una cerbatana inyectó el suficiente veneno en su nuca para que cayera irremediablemente muerta sobre uno de sus libros en promoción.
Su asesino no fue descubierto.
Entre la gente que se hallaba en aquella librería, tras el trágico acontecimiento, desapareció una silueta embutida en un traje azul, portando en su mano un maletín bermellón.
El despertador sonó, como cada mañana, a las 6:00 en punto.
Con el dedo índice de la mano derecha presionó el botón que desactivaba la aguda alarma, luego retiró el pedazo de film en el que había quedado marcada su huella dactilar y la guardó con precisa meticulosidad en su cajita negra, donde se encontraban el resto de indicios matinales, un cúmulo de cuadrados plastificados con su inimitable seña de identidad.
Para Jonás esa colección representaba una más de sus debilidades artísticas que perdurarían el tiempo de vida que le fuera concedido, en su especial interpretación del mundo, una estancia en la tierra que se le había otorgado como propia e intransferible.
Frente al espejo, enérgicamente enfundado en el repetitivo traje de azul zafiro, recitó su mantra sagrado, después de retirar sus legañas con un pañuelo previamente esterilizado e introducirlo en la caja gris calavera del tocador.
- Soy el Universo, me pertenecen tus palabras, tus sentidos, tu oxígeno. Soy la mano que juzga, la sagrada decisión, tu futuro, no existe el destino, yo soy la voz del camino y mis pasos son la razón.
Cerró la puerta con suma delicadeza y marchó al trabajo con su maletín de piel, funda de cuero rojizo en el que lucía una plateada placa con las siglas de su nombre bellamente grabadas.
Cordial, conciso y de pocas palabras, atendía a los inversores de su empresa de tecnología, resolvía casos de falta de producción, debidos a ciertos problemas de software en los programas de stock que manejaban sus adinerados clientes.
Sus jefes agradecían su gran labor, un ingreso mensual, considerablemente elevado, era lo único que él agradecía de ellos.
Un adiós seco, frío y apático a sus compañeros, acompañado de una sonrisa forzada, la muestra de una hilera de dientes clonados y dolorosamente brillantes, dedicatoria diaria de las 14:30, antes de regresar a su hogar.
Jonás tenía un secreto, una confesión que crecía en su interior, aplastando sus entrañas.
Las teclas de la máquina de escribir de su vecino retumbaban en su sien como mil coces de mil caballos de hierro, trinchando sus neuronas, alborotando su paz, una desbaratada sucesión de rituales que lo mantenían cuerdo dentro de una infernal locura, perturbado por el sonido de la maldita escritura, decidido a actuar lo antes posible.
Gustavo restaba inerte, su cabeza posada sobre sus escritos bañados en sangre, una pluma dorada hundida en su nuca, sus ojos fijos en el vacío de su despacho.
El hombre de traje zafiro, asesino de los amantes de la palabra escrita, borrador de la ficción, odiaba todo aquello que no fuera puramente real, la imaginación era algo para él sencillamente inexistente, el arte, un puñal en el corazón de este mundo, una enfermedad que él, como auto considerado voz de la razón y futuro de la humanidad, debía erradicar con sabia y precisa decisión.
Pero, Jonás tenía un secreto, una confesión que le retorcía el alma.
Él también escribía, poseía un infantil sueño escondido en una de sus cajas, donde guardaba los indicios de su existencia, quería brillar y que sus escritos despertaran un amor añorado.
Fin